Aunque moldeado a la imagen de Dios, el ser humano, ahora quebrantado por el pecado, necesitó de un Salvador perfecto para experimentar la reconciliación. El Espíritu restaura el reflejo de Dios en nosotros para que Dios pueda obrar por nuestro medio.

El hombre y la mujer fueron hechos a imagen de Dios, con individualidad propia y con la facultad y la libertad de pensar y obrar por su cuenta. Aunque fueron creados como seres libres, cada uno es una unidad indivisible de cuerpo, mente y espíritu que depende de Dios para la vida, el aliento y todo lo demás. Cuando nuestros primeros padres desobedecieron a Dios, negaron su dependencia de éI y cayeron de la elevada posición que ocupaban bajo el gobierno de Dios. La imagen de Dios se desfiguró en ellos y quedaron sujetos a la muerte. Sus descendientes participan de esta naturaleza degradada y de sus consecuencias. Nacen con debilidades y tendencias hacia el mal. Pero Dios, en Cristo, reconcilió al mundo consigo mismo, y por medio de su Espíritu restaura en los mortales penitentes la imagen de so Hacedor. Creados para gloria de Dios, se los invita a amar al Señor y a amarse mutuamente, y a cuidar el ambiente que los rodea (Génesis 1:26-28; 2:7; Salmos 8:4-8; Hechos 17:24-28; Génesis 3; Salmos 51:5; Romanos 5:12-17; 2 Corintios 5:19-20; Salmos 51:10; 1 Juan 4:7-8, 11, 20; Génesis 2:15).






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Las creencias adventistas tienen el propósito de impregnar toda la vida. Surgen a partir de escrituras que presentan un retrato convincente de Dios, y nos invitan a explorar, experimentar y conocer a Aquel que desea restaurarnos a la plenitud.

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